RITO DE PASO

RITO DE PASO

Hay un momento en la vida del hombre, no de todos, tan sólo de los que tuvimos el privilegio, después del cual y una vez traspasado el umbral, nada, ni siquiera el lenguaje, volverá a ser lo mismo, los mirlos ya no cantarán para ti anunciando el crepúsculo de la aurora, las niñas de top y primavera no volverán a dibujarte sonrisas o temblores, los colores de los geranios se apagarán como ceniza para siempre y ya no irás a ninguna parte porque nada hay que mirar o aprender fuera de allí, ni siquiera el camino, esa inquietud misteriosa que nos invitaba antes a huir de cualquier parte como de una rutina. Después de traspasar su umbral, después de visitar el manicomio de Leganés, que ahora lo nombran, como no, Unidad de Hospitalización Breve, o Estancia Prolongada, no sé, el mundo alrededor y uno mismo significamos otra cosa. Que nadie miente ahora que gobierna este país algún prócer o que su eminencia reverendísima me bendice o que su magnificencia educará a mis hijos o que sus señorías castigan en mi nombre a los ladrones o que su majestad navega otra vez en el Bribón porque yo estuve allí y lo he visto, miré lo que se oculta debajo de las corbatas tan planchadas y de las pulcras palabras de rangos o excelencias, yo he visto cómo han podrido el aire alrededor de los ángeles que nos señalaban el peligro del abismo ahí delante, al final del camino por el que nos dirigen, cómo pudren sus alas descoyuntadas con pastillas y porras y rejas y celadores y amenazas, tan violentamente se ahogan allí dentro que se les extravía la mirada, porque ellos descubrieron este horror los primeros y las autoridades les inventaron un horror aún más supino para que traguen o soporten el otro en el que todos, salvo ellos, vivíamos aturdidos. No, después de visitar el psiquiátrico ya es imposible volver a creerse una sonrisa, maldita la gente divertida que hace fotografías de artificio con dientes blancos o cohetes de colores para que no se oigan los gritos de los que nos avisan que la vida es más grande y puede llegar más lejos que el espectáculo del que somos la claque, pero sobre todo

ya es imposible volver a creerse ni una sola palabra de un vocero eminente.

Ameba 2018/2/7

DOMINGO

Papá está en la taberna, como todos los domingos. Juega a las cartas, como todos los domingos. Raúl camina por Melquíades Biencinto y pasa por el bar que tiene el patio interior lleno de parras, y donde los pájaros picotean las uvas. Raúl que apenas tiene seis años, se queda mirando con una vista perdida al gorrión que está en la quinta parra a la izquierda, justo la que da sombra al banco donde se sienta papá cuando quiere pensar. Ese domingo, Raúl se aproxima a la mesa donde cuatro hombres rudos juegan al mus y hacen cosas extrañas con las cejas, y no sabe por qué. Se acerca a papá, le tira de la manga y le dice: «Papá, dice mamá que ya está el arroz.» Cecilio, el padre de Raúl, le mira con cara de no querer escucharlo, y molesto porque le interrumpiera la única partida que iba ganando en toda la mañana de aquel domingo, le contesta: «Raulito, vete a casa y dile a tu madre que ahora voy.» Estaba claro que no tenía ningún deseo de dejar la partida casi ganada.
Raulito medio llorando, porque ya sabía cómo se iba a poner mamá, y no le gustaba ver a mamá tan enfadada, y además porque también sabía que la comida se convertiría en gritos y reproches. Papá cuando bebía decía siempre cosas muy feas, y los domingos era partida y vino.
Salió por la puerta del bar, la que da al patio, y Raulito tampoco quería volver a casa; se sentó en el banco en el que papá se ponía a pensar y el gorrión sin saber por qué, se posó en el banco. Quizás sí, por las migas que dejaba Aurelio, el amigo de papá, el que siempre llevaba la cara negra por el humo de la carbonilla de las locomotoras que arreglaba cruzando el puente, ahí al lado.

 

Luis Gimeno Lopesino