PATERAS, CAYUCOS Y ETC…

PATERAS, CAYUCOS Y ETC…

Señor dios de este lado, mi cerebro registró en suspensión todas y cada una de las partículas de polvo que los nómadas excitaron con pies y culo en las encrucijadas. Es como una tela de araña mi cerebro, tejida por granos de arena de todos los rincones.

Ningún camino ignoro, lo mismo dibujados en el desierto, en la nieve o en el océano, y ningún argumento o confusión detendrá mis pasos, mi ley la dicta el polvo que constituye mi memoria.

Vuestro cerebro no es diferente al mío, señor dios de este lado, lo reguéis con vino, con pan o con cocaína. Todo lo que puede supurar vuestro cerebro lo aprendió de las circunvoluciones de mi tela de araña –mi polvo es el registro más completo de los horizontes y canciones de la humanidad– pero olvidasteis lo principal, que es recordar.

Ni sombrero ni calzado necesito, con mis pies desnudos pateo los guijarros que ruedan hasta chocar y partirse contra las llantas de vuestros coches. No se asombre, señor dios de este lado, los dedos de mis pies resisten, son más fuertes que el camino.

Somos muchos los pies a la intemperie y llegaremos más lejos que vuestros soldados.

De hecho, mis pies ya están aquí, señor dios de este lado, este camino también estaba registrado en mi cerebro, el primero. Y vengo sin papeles y sin miedo. Y lo único que voy a declarar es la memoria del polvo, porque lo que tengo es lo que soy, vuestros mapas y vuestras canciones.

Ameba 2018/6/1

LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA

LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA

Nicodemo decidió un día ser feliz. No tenía ni idea de cómo se hacía semejante cosa, pero lo había decidido. La voluntad de los inmortales también puede permitirse estos caprichos.
Los inmortales habitan un planeta sin futuro que ha perdido la armonía, y vagan por la inmensidad sin fisuras de la desesperación. Los inmortales se aburren, sus días están programados hasta el último minuto, ocho horas de trabajo, ocho horas de sueño y otras ocho de ocio, el tiempo de los caprichos. Pero lo mismo que dejaron de reproducirse, hace una inmensidad de años que aparcaron también cualquier atisbo de originalidad y convirtieron su ocio en un tiempo comprado, ajeno y hueco como el propio trabajo.
¿Se puede vivir así? Los inmortales pueden hacerlo, viven como en la cáscara del tiempo, o sea, en una impavidez libremente aceptada. Adoran al dios del tiempo y le entregan su voluntad, pero el esfuerzo de tamaña renuncia les provoca, con la seguridad de haber desterrado el sobresalto de sus vidas, un aburrimiento y una indiferencia tan patéticos que les impide hasta saludarse cuando se cruzan por un acaso en la escalera.
Han conseguido, pues, volver a ser los ángeles perplejos, expulsados en su día del paraíso precisamente por eso, por no tomar partido. De nada ha servido su paso por el planeta, volvieron a no tomar partido, aunque mantienen intacto su potencial genético y pueden llegar a las decisiones más caprichosas. No siempre fueron inmortales y en cualquier momento pueden dejar de serlo. No son dueños de su voluntad porque renunciaron a ella, no porque no la tengan.
Para recuperarla, sólo tienen que hacer el esfuerzo de desearlo, que fue lo que acertó a hacer Nicodemo cuando decidió un día ser feliz, más impulsado por el tedio mismo que por cualquier otro razonamiento. No tenía ni idea del camino a recorrer, hacía un tiempo infinito que lo había olvidado, si es que alguna vez supo el sentido de semejante extravagancia.
Lo primero que probó fue a dejar de trabajar, y fue un acierto. Muy pronto comprendió que también tendría que dejar de comer, pues ya no disponía del dinero imprescindible para la compra de alimentos.
Pero no quería renunciar a comer, no le parecía necesario para ser feliz, y se habituó a comer y a beber de la montaña más alta que nunca existió, la montaña de los desperdicios, más grande cada día a causa de la voracidad de sus creadores, los inmortales. En realidad, esta montaña es la única creación de los inmortales desde hace años y siglos.
Y Nicodemo comenzó también a saludar a los paisanos que encontraba a su paso y a contarles lo que había aprendido, sobre todo que el trabajo es un defecto. Porque a Nicodemo, cuando dejó de trabajar, todo le vino rodado. Primero descubrió que tenía tiempo para sí mismo y fue acostumbrándose a pensarse como lo que era, un individuo tan insignificante como un secreto y, por lo mismo, tan original como un secreto. Pero, por lo mismo, un individuo necesitado de otros, de su compañía e incluso de sus patochadas. Se reconoció individuo, descubrió la necesidad de jugar y se habituó a hacerlo.
Fue jugando como convenció a Marcela, otra inmortal, de que el tiempo no es un dios ni ellos la cáscara del tiempo, sino al revés, que el único dios era su juego y que, si acaso y llegaban a necesitarlo, ellos dos usarían del tiempo para medir sus risas. Y a partir del primer momento que rieron juntos, Nicodemo y Marcela rescataron, con las risas, la vida privada.
Hacían lo que querían y vivían felices. Y aún les faltaba tiempo durante el día para hacer todo lo que les apetecía, o reír más. Buscaban la comida y comían, después reían y dormían, y todavía les sobraba tiempo para otros juegos y otras conversaciones, porque incluso hablaban con los vecinos. No volvieron a aburrirse.
Un día Nicodemo sintió que el cansancio le duraba más de las ocho horas que había necesitado siempre para descansar. Se levantó porque ya no tenía más sueño, pero su cuerpo continuaba dolorido como al acostarse. Preguntó a Marcela si le ocurría lo mismo y ella le confesó que hacía tiempo que lo notaba.
Fue cuando, obligados por esta circunstancia, al reducir su actividad, descubrieron una nueva fuente de placer. No ya su vida era propia, sino que también había generado innúmeros recuerdos que les pertenecían. Y cogieron la costumbre de recordar, cuando no podían hacer otra cosa.
Y así se prepararon para la muerte.
Se consumió un poco antes Marcela. Para entonces, muchos inmortales habían seguido su ejemplo, habían dejado de trabajar, comían de las basuras y tenían vida privada. Cuando por fin Nicodemo también se consumió, en su entierro hubo muchas risas. La armonía y las risas habían vuelto al planeta de los inmortales.
Ameba 2018/5/10

CONTRAPATRIA (de Fernando Aramburu)

CONTRAPATRIA (de Fernando Aramburu)
Y cuando no tiene personaje, hace bien el narrador aterrizando en
cualquier patio de los miles que pasean los presos.
No hay como los barrotes de una jaula para discernir este mundo.
Yo soy ese mono que os mira, vestido de naranja, por supuesto, los
ojos cegados por una capucha blanca. Os estoy viendo, sin embargo.
Me asombra que los diseñadores para esta primavera hayan escogido el
color naranja para subrayar sus mejores ideas en decoración y vestuario.
Aunque, si lo pienso mejor, un carcelero y un diseñador no tienen por qué ser
de gustos tan dispares. Ni siquiera vosotros sois tan originales como os creéis.
Os veo luciendo esos tonos naranja tan alegres y os siento muy cerca. Yo no
tengo elección y vosotros, aunque no lo creáis, tampoco.
Algún dios infernal eligió el naranja para mí y se lo vendió al modisto
que os viste. La moda se surte de dioses indiscretos y oportunistas.
Hoy hablaba en la tele una actriz denunciando a un poli que la había
cacheado. Su cuerpo, un cuerpo tan público, tan cartografiado y, sin embargo,
tan personal. Vestía chaqueta y complementos color naranja y yo de pronto
me descubrí identificado con ella, rabioso como ella.
Pobre mujer, esas manos intrusas y frías recorriendo su piel en el
momento de más nervios, cuando va a salir el avión. Las peores manos. Su
asco era mi asco.
Y tuve la ilusión de que por fin os comprendía a todos, pues también a
vosotros os visten de naranja y os cachean. A vosotros, que miráis de soslayo
mi jaula y necesitáis que exista.
Pobre actriz naranja invadida por las manos cualquiera del funcionario,
que son las manos que más insultan. Cada día me desnudan esas manos. Cada
vez que me cachean convulsiona mi estómago y vomito sobre ellas. Cómo la
entendía.
Pero no pasó a mayores, fue una ilusión, lo reconozco.
Porque el caso es que no os entiendo, ocupo mi gayola y os estoy
mirando, cualquier patio es el mío, continúo siendo el mejor tema para un
novelista obediente, pues lo mío es un servicio permanente en esta jaula, el
permanente estado de excepción.
Es más, os aseguro que, si yo no existiera, muchas de las razones de
vuestra infelicidad desaparecerían. O esos sinsentidos que os obligan a
suicidaros a veces. Algún consuelo habría de tener mi odio.
Ameba 2018/4/23

14 DE ABRIL

14 DE ABRIL

No es tan fácil salvar una mañana de domingo si empiezas por el periódico. Pero ocurren milagros, raros, que te devuelven la fe en tu persona, en tu tiempo y en esta suerte de individuos inconscientes que somos la especie humana.

El último domingo que conseguí rescatar se lo debo a Manuel Vicent, me da vergüenza reconocerlo. Manuel Vicent, cuando no habla de tomates o sardinas asadas en la cocina de su velero, se inventa miradas mansas en sus columnas de El País más acá de su cinismo estrepitoso para disimular un poco que no encuentra relación entre el tonel y el resto de verdades de Diógenes.

Contaba Vicent este domingo que salió de la exposición del paisajista Juan Manuel Caneja, en el Reina Sofía, detrás de una mujer joven atravesando la Castilla más sofocante y amarilla del agosto más seco que registran los rastrojos, el de 1946, y fue lo que me intrigó. Al periodista se lo había contado el mismo Caneja y, después de hablarle de esta mujer, no volvió a confesarse ni con el cura hasta morir mudo unos años después.

La mujer, con vestido de lunares rojos y cubierta su cabeza con un pañuelo blanco, atravesaba la Castilla más inclemente y desierta durante los días que siguen a la siega, con los segadores ya de vuelta en sus huertos, para llegar desde los cuadros de Caneja, esos ocres geométricos y brillantes como el fuego con algo de impío en el sol, hasta el penal de Ocaña.

Allí, ante el recinto del penal, después de llamar durante un día entero y una noche, se abrió el portón y un funcionario informó a la mujer de que el hombre por quien preguntaba, su marido, condenado a muerte, había sido trasladado al campo de concentración de Chinchilla.

Otra vez se puso en camino esta mujer de cabeza cubierta con pañuelo blanco y su hatillo colgado al hombro de una soga de esparto, para volver a andar sobre otra porción de infierno y de caminos, en tramos adornados ahora por viñas como milagros. En Chinchilla tuvo que esperar tres días a la puerta del maldito lugar. Por fin el funcionario de guardia prestó atención a la mujer, recordó el nombre del marido, consultó el libro de incidencias e informó a la esposa de que el preso había sido trasladado al Penal de Cartagena.

No había terminado para ella la travesía del desierto. Orillando caminos, rastrojos y secarrales punteados de acebuches y fantasmas, abandonados por los hombres y los pájaros, –sólo los lagartos reparan en la joven del pañuelo blanco– alcanzó por fin los muros del siniestro penal de Cartagena una tarde de calima tan espesa como los castigos.

Llamó y nadie abrió el portón. Llamó temprano al día siguiente y tampoco. Llamó muchas veces durante aquel día segundo. Nadie prestaba atención a sus preguntas. Pasó otra noche recostada sobre el muro de piedra triste y volvió a intentarlo a la mañana siguiente otras tantas veces, hasta que el sol se retiró de nuevo y ella volvía a descansar con vergüenza, la cabeza

reposando sobre su hatillo. Algo ya pudo dormir. No tuvo ningún presentimiento.

En este tercer día, en alguna hora del tercer día de espera, el portón se entreabrió y asomó su jeta un carcelero armado de un sobre grasiento y muy abultado, del que extrajo el último auto del juez, que leyó en voz alta y que informaba de que el marido de la joven había sido fusilado al amanecer del día de hoy en cumplimiento de la sentencia del tribunal especial, y tal y tal.

La mujer escuchó atentamente y nadie se lo tuvo que repetir.

Al instante recogió su hatillo del suelo y se puso en camino. Le quedaba la vuelta a casa atravesando otra vez los cuadros calcinados que pintara Caneja.

Y cuenta Manuel Vicent que aquella mujer, una vez dejó atrás la ciudad, se detuvo al borde del camino, junto a una encina, se desnudó de su vestido de lunares y de su pañuelo blanco con el que había atravesado todos los cuadros, deshizo el nudo de la soga que ataba el hatillo, sacó de allí su vestido negro y sus medias negras y sus zapatos negros y su pañuelo negro, se vistió el luto, recogió el pañuelo blanco y las ropas de lunares rojos, volvió a hace el hatillo con la misma soga y continuó camino.

Y yo terminé de leer la columna de Manuel Vicent y sabía que esta mañana de domingo se cargaba de la misma fe de cuando era niño, cuando comencé a creer que todo era posible.

Ameba 2018/4/14

EL MASTER DE CRISTINA

EL MASTER DE CRISTINA

Cristina siempre comienza las historias que escribe por el título, y a la historia de su vida le ha puesto este, Un final feliz, que es el título más original que se le ocurrió nunca.

Pero por alguna razón esta historia no le sale, no ha escrito ni una sola línea.

Con las demás historias no tiene problemas. En realidad, Cristina escribe un cuento cada día, unos trescientos al año, pues los domingos los dedica a mirar por la ventana, a las terrazas o a ir al cine y así. Lleva escribiendo historias desde los cinco años, cuando comenzó en el colegio, y habrá escrito unas docemilquinientas o más.

Siempre había comenzado por el título. Recuerda bien que para la primera que escribió puso Niño con perro y la escribió, y para la segunda Niño con patín y para la tercera Niño con gafas y para la cuarta Niño con pantalón largo y para la quinta Niño confiado y para la sexta Niño tonto. Recuerda más títulos, pero no los iba a poner todos.

Cristina se estaba haciendo una especialista en niños cuando cambió de tema, que fue cuando escribió Niña con trenzas, Niña bien, Niña mimada, La niña de la comba, etc. Ahora decían los críticos que era especialista en niños y niñas.

Pero entonces cambió radicalmente de argumentos y comenzó a escribir de la guerra, se había hecho mayor y escribía los cuentos de los que ganaron.

Fue cuando se le ocurrió escribir también la historia de su vida y le puso título para comenzar ya, Un final feliz. Pero no conseguía escribir ni una línea, aunque el título la gustaba y no quería cambiarlo.

Y un día Cristina no se presentó al master y se fue a encontrar con el niño de su primer cuento, el niño del perro, que era rector de la Juancarlosprimero y había cambiado de perro y que le confesó a Cristina que siempre había estado enamorado de ella.

Y como daba la casualidad de que ella había escrito aquel cuento porque no quería olvidarse de él y de su perro, pues eso. Y se besaron y fue cuando dijo Cristina -Creí que nunca iba a terminar bien mi vida.

Ameba 2018/4/5

el insulto

 

el insulto
Un conflicto estalla entre dos hombres y sus familias en el momento que uno de ellos,
cristiano libanés, riega las plantas en su balcón y de forma casual moja a un encargado de
obra palestino, que hacía reparaciones en el vecindario y que acaba insultándole. Para
resolverlo pondrán a todo el país en el estrado.
La película que abrió la sección de cine del Festival Actual 2018 me dejó un tanto frío al
terminar. El director libanés Ziad Doueiri, que como curiosidad fue ayudante de cámara de
Quentin Tarantino, rueda una pelea mínima que poco a poco va aumentando y acaba
siendo un debate nacional y un juicio público. Me engancha su principio, los primeros
momentos del litigio me parecen muy interesantes pero para mi gusto acaba convirtiéndose
en un partido de tenis judicial alargado hasta la extenuación en un tie break de egos
imposibles de apaciguar, cada uno por una causa diferente. Todos somos bellísimas
personas con buen fondo pero que de vez en cuando decimos palabras altisonantes que
mandan todo al carajo. Esa rabia que todos tenemos dentro puede provocar tsunamis en
cuanto se prende la chispa adecuada porque cada uno tiene sus motivos para perder el
control, unos porque se les busca las cosquillas y otros porque se las buscan solos. Y
cuando de fondo hay un conflicto nacional con heridas sin cerrar todo puede pasar. La
acción se sitúa en el Estado de Palestina, pero podría pasar en cualquier lugar del mundo
en el que existan connotaciones políticas y religiosas altamente sensibles, porque cuando
cada uno se toma la guerra por su cuenta nada bueno puede pasar, salvo que al final no
haya ganadores ni vencidos. Aplausos sí, pero tímidos, en las butacas del Teatro Bretón al
terminar la proyección.
Sacapuntas de oro: Las actuaciones de todos los personajes son magníficas pero las del
mecánico Adel Karam y la del abogado Camille Salameh son de alabar. Que para hacer
buen cine que llegue no hacen falta ni grandes presupuestos ni actores reconocidos. Que te
acaba haciendo partícipe del proceso y te obliga a tomar partido.
Sacapuntas de madera: Que pretenda ser la película definitiva sobre el conflicto palestino
suena a pretencioso. Que el españolito medio de a pie, entre los que me incluyo, no tenga
suficientes conocimientos de historia política para entender todos los entresijos. Le sobran
20 minutos, desde el incidente de la avería del coche, que hubiera sido un final
conmovedor.Comentario de la peli el insulto
Un conflicto estalla entre dos hombres y sus familias en el momento que uno de ellos,
cristiano libanés, riega las plantas en su balcón y de forma casual moja a un encargado de
obra palestino, que hacía reparaciones en el vecindario y que acaba insultándole. Para
resolverlo pondrán a todo el país en el estrado.
La película que abrió la sección de cine del Festival Actual 2018 me dejó un tanto frío al
terminar. El director libanés Ziad Doueiri, que como curiosidad fue ayudante de cámara de
Quentin Tarantino, rueda una pelea mínima que poco a poco va aumentando y acaba
siendo un debate nacional y un juicio público. Me engancha su principio, los primeros
momentos del litigio me parecen muy interesantes pero para mi gusto acaba convirtiéndose
en un partido de tenis judicial alargado hasta la extenuación en un tie break de egos
imposibles de apaciguar, cada uno por una causa diferente. Todos somos bellísimas
personas con buen fondo pero que de vez en cuando decimos palabras altisonantes que
mandan todo al carajo. Esa rabia que todos tenemos dentro puede provocar tsunamis en
cuanto se prende la chispa adecuada porque cada uno tiene sus motivos para perder el
control, unos porque se les busca las cosquillas y otros porque se las buscan solos. Y
cuando de fondo hay un conflicto nacional con heridas sin cerrar todo puede pasar. La
acción se sitúa en el Estado de Palestina, pero podría pasar en cualquier lugar del mundo
en el que existan connotaciones políticas y religiosas altamente sensibles, porque cuando
cada uno se toma la guerra por su cuenta nada bueno puede pasar, salvo que al final no
haya ganadores ni vencidos. Aplausos sí, pero tímidos, en las butacas del Teatro Bretón al
terminar la proyección.
Sacapuntas de oro: Las actuaciones de todos los personajes son magníficas pero las del
mecánico Adel Karam y la del abogado Camille Salameh son de alabar. Que para hacer
buen cine que llegue no hacen falta ni grandes presupuestos ni actores reconocidos. Que te
acaba haciendo partícipe del proceso y te obliga a tomar partido.
Sacapuntas de madera: Que pretenda ser la película definitiva sobre el conflicto palestino
suena a pretencioso. Que el españolito medio de a pie, entre los que me incluyo, no tenga
suficientes conocimientos de historia política para entender todos los entresijos. Le sobran
20 minutos, desde el incidente de la avería del coche, que hubiera sido un final
conmovedor.

NO SE BOMBARDEA BARCELONA

 

 

 

Recuerdo que cuando era niño, ante el mar, sosteniendo durante mañanas enteras mi caña de pescar, soñaba con la otra orilla. No me in­quietaba el monstruo que picara mi anzuelo, ese tiburón que arrastra las barcas al abismo, soñaba con viento favorable, la vela desplegada, una plácida travesía y la otra orilla. Todo volvería a empezar allí.

Mi hombre a seguir no era Jonás, su paseo por las profundidades del olvido en el vientre de la ballena, sino Caín, ese adelantado de su tiempo, consciente de la destrucción que entre los suyos estaba provocando el aburrimiento y la obediencia. La conquista del camino del mar ha sido cosa de asesinos siem­pre, hasta la otra orilla. Colón fue un ambicioso, no buscaba allí sino lo mismo que dejaba aquí. O sea, que Colón y los codiciosos siem­pre son un error.

La orilla de allá, la de los asesinos, no importa si Caín o Ulises, la orilla de Calipso, su gruta, su cuerpo desnudo, la orilla sin rutinas, esa en la cual ningún conquistador clavará jamás su bandera, yo renuncié a su exploración un día, no sé cuándo, un día que recogí mi caña junto al mar para no salir más a pescar.

O quizá fue más tarde, en la ciudad de las calles vacías.

Ahora, cuando, como en un espejo, veo a los muchachos saltar la barrera de la estación y coger el metro una tarde de vier­nes, cuando me los encuentro perplejos en los pasillos leyendo todos y cada uno de los carteles de salida, cuando los observo dando patadas en la esquina más insólita a la lata de cerveza que acaban de beberse o cuando a la deriva se cruzan por las calles y se saludan o se matan, recuerdo mis sueños de pescador de caña y me pregunto por qué renunciaría yo a la travesía, a los mil encuentros o peligros tras cada esquina –me gustaban las morenas, el vino tinto y los cantantes punkis– a los mil puertos recónditos que me recogían en las noches difíciles, o al tiempo muerto de sus islas, cuando visitaba a Durruti en ninguna parte, si acaso en la cuesta del Clínico, a Rojo y Modesto por Garabitas o me llegaba hasta la cárcel de Carabanchel a platicar con Agustín Rueda y Enrique Cerdán y me cruzaba con Riego en la horca por la Plaza de la Cebada o charlaba con Velázquez en su cuadro y con Francisco I en su torre prisión de los Lujanes o acompañaba por Santo Domingo a Pedro el Cruel enamorado.

Menos mal que los muchachos continúan navegando y ex­plorando ensenadas por Huertas, por Maravillas y por ahí, porque yo, por alguna razón, no sé cuándo, lo perdí todo, mis sue­ños de la otra orilla y el profundo océano de callejones de Ma­drid.

¿Que porqué? Porque imaginaba que pronto volverían a bombardear Barcelona desde el Montjuïc de la Audiencia Nacional.

 Ameba 2018/3/15

Tres cuentos de género

Tres cuentos de género

3. LAS BUGANVILLAS

–Mama, mama –y el niño tiraba de la mano de su madre en dirección contraria al sentido de la marcha.

–No –respondió la madre, muy segura, y arrastró acera adelante a su hijo para que no entretuviera el paso, sin reparar siquiera en la pared que señalaba el niño, chorreando de buganvillas.

–Pues a Luna la dejas mirar las rosas –protestó el hijo, que recuerda muy bien esas perentorias paradas de su hermana en los jardines.

–Luna es una niña –la madre lo tenía muy claro otra vez.

–Pues a mí también me gustan las paredes pintadas de flores rosas.

–Tú eres un guerrero, eso es lo que eres.

La madre jurará, si el psicólogo la pregunta, que no salió de casa con este propósito, para decir a su hijo lo que esperaba de él en la vida y que no es amor a las flores precisamente.

Pero no habían andado ni cincuenta metros y el niño volvió a tirar de la mano de la madre en dirección contraria.

–Mama, mama.

–No.

–Pero si es un sombrero de paja.

–Si todavía fuera de señor, de fieltro.

–Si se le ha volado de la cabeza a ese pobre viejo.

La madre no se había detenido y volvía a arrastrar al niño, pero esta vez giró la cabeza a tiempo de observar cómo el anciano intentaba recoger del suelo el sombrero que el viento volvía a arrastrar burlón.

Por fin soltó la mano de su hijo, que fue corriendo a coger el sombrero de paja para devolvérselo al anciano.

Al volver el hijo al redil de la madre, ella se explicaba:

–Si hubiese sido tu hermana, no la habría dejado ir a ayudar al anciano –y pronunciaba el discurso como si dijese algo que merece la pena no olvidar.

–¿Y eso por qué? –preguntó el niño, intrigado.

La madre se lo pensó mucho antes de contestar, pero lo dijo:

–Es una niña.

–Pues vaya –protestó el hijo.

Lo cierto es que el niño volvía cada vez más confundido a casa después de estos paseos de la mano de su madre, aunque no le preguntéis por qué, pues el hijo la quiere mucho.

Ameba 2018/3/15

MARTIRIO

Tres cuentos de género
2. MARTIRIO

“¿Por qué le tengo miedo, si le quiero?” Nada más que salía de casa don Francisco, Martirio se hacía esta pregunta. Pero era la pregunta equivocada.
Se l

Tres cuentos de género
2. MARTIRIO

“¿Por qué le tengo miedo, si le quiero?” Nada más que salía de casa don Francisco, Martirio se hacía esta pregunta. Pero era la pregunta equivocada.
Se la venía haciendo desde hacía demasiado tiempo, desde antes de casarse incluso.
Pero ahora era peor. Ahora había nacido la niña y su miedo se había multiplicado, y no por dos, sino por mil, exponencialmente. Pero la pregunta era la misma, “¿Por qué le tengo tanto miedo, si le quiero?”
No había día que no se la hiciese muchas veces, eso sí, cuando se quedaba sola, cuando don Francisco por fin se iba a los juzgados a juzgar. Delante de su marido, el juez, no se atrevía ni con preguntas para sí.
Delante de él la esposa temblaba, que era lo que más irritaba al juez, pero Martirio no podía evitarlo. Pensaba en su madre, a la que nunca vio temblar, pero no servía de nada. Su padre también era juez y también pegaba a la mujer, pero su madre no temblaba, su madre no tenía miedo. Se callaba, eso sí, pero no tenía miedo y hasta se reía de su ridícula toga y sus puñetas de bolillos si no estaba delante.
Pero Martirio no podía reírse de su hombre ni a sus espaldas, y en su presencia temblaba.
Y cada día continuaba haciéndose la misma pregunta: “¿Por qué le tengo miedo si le quiero?
Hasta que una mañana, casi sin querer –tuvo que ser una revelación, un milagro–, casi por equivocación, se hizo la pregunta correcta: “¿Por qué le quiero, si le tengo miedo?”
Y todo cambió para Martirio.
La nueva pregunta le sugería respuestas infinitas, a cual más hermosa. Y dejó de temblar, así, sin más.
Al día siguiente el señor juez, su marido, mató a Martirio a golpes. “Se dio un mal golpe”, explicó a la policía. Al llegar a casa, le había asustado la serenidad en el rostro de su esposa y, sobre todo, ese brillo desconocido en su mirada.
Ameba 2018/3/9

a venía haciendo desde hacía demasiado tiempo, desde antes de casarse incluso.
Pero ahora era peor. Ahora había nacido la niña y su miedo se había multiplicado, y no por dos, sino por mil, exponencialmente. Pero la pregunta era la misma, “¿Por qué le tengo tanto miedo, si le quiero?”
No había día que no se la hiciese muchas veces, eso sí, cuando se quedaba sola, cuando don Francisco por fin se iba a los juzgados a juzgar. Delante de su marido, el juez, no se atrevía ni con preguntas para sí.
Delante de él la esposa temblaba, que era lo que más irritaba al juez, pero Martirio no podía evitarlo. Pensaba en su madre, a la que nunca vio temblar, pero no servía de nada. Su padre también era juez y también pegaba a la mujer, pero su madre no temblaba, su madre no tenía miedo. Se callaba, eso sí, pero no tenía miedo y hasta se reía de su ridícula toga y sus puñetas de bolillos si no estaba delante.
Pero Martirio no podía reírse de su hombre ni a sus espaldas, y en su presencia temblaba.
Y cada día continuaba haciéndose la misma pregunta: “¿Por qué le tengo miedo si le quiero?
Hasta que una mañana, casi sin querer –tuvo que ser una revelación, un milagro–, casi por equivocación, se hizo la pregunta correcta: “¿Por qué le quiero, si le tengo miedo?”
Y todo cambió para Martirio.
La nueva pregunta le sugería respuestas infinitas, a cual más hermosa. Y dejó de temblar, así, sin más.
Al día siguiente el señor juez, su marido, mató a Martirio a golpes. “Se dio un mal golpe”, explicó a la policía. Al llegar a casa, le había asustado la serenidad en el rostro de su esposa y, sobre todo, ese brillo desconocido en su mirada.
Ameba 2018/3/9