14 DE ABRIL
No es tan fácil salvar una mañana de domingo si empiezas por el periódico. Pero ocurren milagros, raros, que te devuelven la fe en tu persona, en tu tiempo y en esta suerte de individuos inconscientes que somos la especie humana.
El último domingo que conseguí rescatar se lo debo a Manuel Vicent, me da vergüenza reconocerlo. Manuel Vicent, cuando no habla de tomates o sardinas asadas en la cocina de su velero, se inventa miradas mansas en sus columnas de El País más acá de su cinismo estrepitoso para disimular un poco que no encuentra relación entre el tonel y el resto de verdades de Diógenes.
Contaba Vicent este domingo que salió de la exposición del paisajista Juan Manuel Caneja, en el Reina Sofía, detrás de una mujer joven atravesando la Castilla más sofocante y amarilla del agosto más seco que registran los rastrojos, el de 1946, y fue lo que me intrigó. Al periodista se lo había contado el mismo Caneja y, después de hablarle de esta mujer, no volvió a confesarse ni con el cura hasta morir mudo unos años después.
La mujer, con vestido de lunares rojos y cubierta su cabeza con un pañuelo blanco, atravesaba la Castilla más inclemente y desierta durante los días que siguen a la siega, con los segadores ya de vuelta en sus huertos, para llegar desde los cuadros de Caneja, esos ocres geométricos y brillantes como el fuego con algo de impío en el sol, hasta el penal de Ocaña.
Allí, ante el recinto del penal, después de llamar durante un día entero y una noche, se abrió el portón y un funcionario informó a la mujer de que el hombre por quien preguntaba, su marido, condenado a muerte, había sido trasladado al campo de concentración de Chinchilla.
Otra vez se puso en camino esta mujer de cabeza cubierta con pañuelo blanco y su hatillo colgado al hombro de una soga de esparto, para volver a andar sobre otra porción de infierno y de caminos, en tramos adornados ahora por viñas como milagros. En Chinchilla tuvo que esperar tres días a la puerta del maldito lugar. Por fin el funcionario de guardia prestó atención a la mujer, recordó el nombre del marido, consultó el libro de incidencias e informó a la esposa de que el preso había sido trasladado al Penal de Cartagena.
No había terminado para ella la travesía del desierto. Orillando caminos, rastrojos y secarrales punteados de acebuches y fantasmas, abandonados por los hombres y los pájaros, –sólo los lagartos reparan en la joven del pañuelo blanco– alcanzó por fin los muros del siniestro penal de Cartagena una tarde de calima tan espesa como los castigos.
Llamó y nadie abrió el portón. Llamó temprano al día siguiente y tampoco. Llamó muchas veces durante aquel día segundo. Nadie prestaba atención a sus preguntas. Pasó otra noche recostada sobre el muro de piedra triste y volvió a intentarlo a la mañana siguiente otras tantas veces, hasta que el sol se retiró de nuevo y ella volvía a descansar con vergüenza, la cabeza
reposando sobre su hatillo. Algo ya pudo dormir. No tuvo ningún presentimiento.
En este tercer día, en alguna hora del tercer día de espera, el portón se entreabrió y asomó su jeta un carcelero armado de un sobre grasiento y muy abultado, del que extrajo el último auto del juez, que leyó en voz alta y que informaba de que el marido de la joven había sido fusilado al amanecer del día de hoy en cumplimiento de la sentencia del tribunal especial, y tal y tal.
La mujer escuchó atentamente y nadie se lo tuvo que repetir.
Al instante recogió su hatillo del suelo y se puso en camino. Le quedaba la vuelta a casa atravesando otra vez los cuadros calcinados que pintara Caneja.
Y cuenta Manuel Vicent que aquella mujer, una vez dejó atrás la ciudad, se detuvo al borde del camino, junto a una encina, se desnudó de su vestido de lunares y de su pañuelo blanco con el que había atravesado todos los cuadros, deshizo el nudo de la soga que ataba el hatillo, sacó de allí su vestido negro y sus medias negras y sus zapatos negros y su pañuelo negro, se vistió el luto, recogió el pañuelo blanco y las ropas de lunares rojos, volvió a hace el hatillo con la misma soga y continuó camino.
Y yo terminé de leer la columna de Manuel Vicent y sabía que esta mañana de domingo se cargaba de la misma fe de cuando era niño, cuando comencé a creer que todo era posible.
Ameba 2018/4/14